martes, 14 de mayo de 2024

Los zapatos de papá

 

Con este relato, a caballo entre la realidad y la ficción, me presenté a un concurso de cuentos que, a pesar de esa mínima esperanza que tenía, no he ganado. 

No es uno de mis posts al uso, de esos que escribía cuando esta Sopa estaba calentita con historias varias... es, sobre todo, un homenaje a mi padre y una forma, quizás, de llevar ese duelo que todavía no sé si he logrado caminar...



- Faltan los zapatos.

No sé si llegué a decirlo en voz alta o si, únicamente, lo pensé. Lo que sí sé es que esas tres palabras, de pronto, se transformaron en una auténtica misión. Abrí la puerta del armario lentamente, y ahí estaban ellas. Las cajas de zapatos que siempre había sentido como guardianas de un gran tesoro. Siempre perfectamente ordenadas, siempre en sus embalajes originales. No me hacía falta abrir ninguna para saber que, dentro, cada par estaba resguardado por su propia bolsa de gamuza. Contemplé la pila sabiendo el modelo exacto que había dentro de cada una y, con el cuidado con el que se transporta algo valioso, saqué la tercera caja. La abrí despacio, deshice el nudo de la bolsa y me quedé mirando aquel par de Lotusse de piel negra que todavía olía a nuevo. Acaricié la bolsa como quien acaricia a un bebé, mirando fijamente el cuero brillante.

- Decía que le hacían daño cuando caminaba mucho, le dije a mi madre, pero la verdad es que son perfectos.

Perfectos, susurré para mí. Perfectos. Acababa de elegir los últimos zapatos que mi padre llevaría puestos, los que le iban a acompañar en esa despedida que me había propuesto organizar como había hecho tantas veces en mi vida profesional. No dejando espacio a la improvisación, repasando de forma casi compulsiva esa lista de tareas para que todo sucediera como se esperaba. Buscando soluciones a los problemas. Algo que había hecho miles de veces, pero que no contemplaba una excepción importante. Mi padre se había muerto, y el evento no era otro que su sepelio de despedida. ¿Cómo se encuentran soluciones o fórmulas mágicas ante algo así?

Mientras mi madre acababa de arreglarse, vagabundee abrazada a aquella caja de zapatos por la casa. Me pareció más vacía que nunca. Tan silenciosa que estremecía. Miré con detenimiento las muchas fotos que llevan toda la vida llenando de caras y sonrisas ese espacio que habitaban hasta ese día mis padres, los dos. Un hogar que para mí no lo era porque apenas lo había vivido tres años, y hacía casi treinta que solo iba de visita. Pero las fotos seguían allí, contándonos el pasado. Recordándonos a todas esas personas que quisimos y ya no están pero, también, a las que llegaron para recordarnos que, a pesar de las ausencias, la vida siempre se abre paso.

Curioseé los rostros recordando cuándo se tomaron, sonriendo ante esas anécdotas que me venían a la cabeza, hasta que llegué a la foto que de alguna manera estaba buscando incluso sabiendo perfectamente dónde estaba. En ella, un niño de apenas cinco años posaba rodeado de nieve en una foto en blanco y negro. Sacaba pecho, sonreía con una media sonrisa de adulto a pesar de tener un cuerpo tan pequeño. Una imagen tomada hace más de 60 años en un lugar al que, de pronto, volví. A mi infancia, a la casa de mi bisabuelo. Una visita obligada cuando a Burón todavía no lo había devorado el pantano de Riaño, y la casa en la que nació mi padre permanecía exactamente igual que siempre. Como la recuerdo y como la viví en los ocho años de vida que la disfruté, cuando las tardes de verano eran largas y el bullicio de familia y amigos en el patio era constante.

- En esa foto, la única que tengo de niño, llevaba un abrigo que me quedaba grande y los zapatos remendados. Eran los de los domingos, los únicos que tenía.

Recordé todas las veces que mi padre me había contado esa historia y todas las medias sonrisas de nostalgia que le acompañaban frente a esa imagen. Descubrí entonces que se notaban las costuras, que se apreciaba el paso de un hilo grueso con el que se quería alargar la vida de ese único par de zapatos presentable que tenía. Había visto la misma foto durante toda mi vida y solo ahora, cuando mi padre ya no estaba, me había parado a escudriñarla con detalle.

Solo un poco más allá de su foto infantil, mi padre me miraba desde otra también en blanco y negro. Lo hacía desde un lateral, en la parte de atrás del grupo. Espigado, mirando a cámara. La tez morena, la camisa blanca. Apenas tendría quince años. Delante de él, no solo estaban mis abuelos. También estaba esa gran familia colombiana de la que nos separa un Atlántico pero que siempre hemos querido como si estuvieran cerca. Todos sonríen en la foto salvo la abuela Margarita. La única que está sentada en el suelo y ataviada con atuendos indígenas porque, a pesar de vivir en Bogotá, nunca renunció a lo que era. Aquellos fueron los años felices en la vida de mi padre. Los que llegaron después de la gran tormenta vital que tuvo que sufrir cuando, con apenas seis años, se subió en Vigo a un barco para cruzar un océano buscando con mis abuelos esa quimera de una vida mejor. Durante semanas, vivió la experiencia de dormir en un camarote cuyo ojo de buey estaba bajo el agua. Eran los billetes más económicos, los únicos que podían permitirse.


- Veía nadar a los delfines, un lujo que no tenían los que pagaban un pasaje de cubierta, solía decir con cierta sorna.

Viéndole en aquel grupo de sonrisas y caras conocidas, recordé cómo esa llegada a Colombia fue el final del espejismo de la felicidad que prometían las Américas y cómo, con solo seis años, había descubierto lo que era la traición, el frío y la necesidad. Recordé entonces todas las veces que me había contado cómo fue la vida en esa finca en la que tanto él como mis abuelos estaban al servicio de una familia de fortuna. Cómo fue para él pasar hambre mientras veía pudrirse la fruta de los cientos de frutales que tenía prohibido tocar.


- Con el primer sueldo, tu abuelo me compró un par de zapatos para ir a la escuela.

La voz de mi padre volvió a sonar en mi cabeza. Nuevamente, un único par de zapatos. Ese que se quitaba cada día al salir de la finca para caminar la distancia hasta la escuela descalzo, cuatro kilómetros cada recorrido, y que volvía a enfundarse para entrar a clase. Unos zapatos que, al principio, le quedaban grandes y le hacían heridas pero que por ser los únicos suponían un auténtico tesoro que había que cuidar y, sobre todo, evitar gastar. Eran los mismos zapatos que se volvía a poner para entrar en las tres misiones católicas en las que a los niños que escuchaban el catecismo les daban de merendar, y que para mi padre eran la oportunidad de poder comer. Los mismos zapatos que se estaba calzando en la puerta de la finca el día que su tío Manolo fue a su encuentro para sacarles de la miseria.


- “Mijo, esos zapatos le quedan pequeños; no se los puede poner”, me dijo en una mezcla de acentos de aquí y de allá. “¿Eres Jose, Jose el de Saturno?” Yo asentí, me abrazó y solo me dijo “llévame con tu papá que hay que sacarles de aquí”.

Mirando la sonrisa de aquel adolescente que fue mi padre, repetí su gesto. Ese que le había visto hacer durante casi toda su vida y que formaba parte de un peculiar protocolo. Volví a mirarle instintivamente los pies para encontrar unas zapatillas blancas de tela relucientes que destacaban en la foto. Como si él hubiera querido que salieran, que se vieran. Como si fueran un auténtico símbolo de una época amable en la que el miedo, la tristeza y la incertidumbre de aquella primera época en Colombia se hubieran quedado atrás.

Continué vagando sin rumbo de foto en foto en el silencio más absoluto y sintiendo que aquella casa era más oscura que nunca a pesar de que el sol entraba por todas las ventanas en un 12 de noviembre inusualmente luminoso. Llegué a la foto de mi comunión, tomada en el jardín de esa casa de Madrid en la que crecí hasta los 14 años. En ella estaba flanqueada por mi padre y mi madre, que sostenía en brazos a mi hermana. A la memoria vinieron aquellos años de colegio francés, de tardes jugando al fútbol con mis vecinos. Aquellos muchos años en los que mi padre salía de casa antes que nosotras y volvía siempre bien entrada la noche. La década en la que los sábados le acompañaba de la mano a trabajar para ser premiada, después, con un batido de chocolate y una tortita encaramada en alguno de los taburetes de “La Americana”: un bar que honraba su nombre, y que era una auténtica revolución para la época. Aquellos años en los que su audacia y valentía, la misma que tenía aquel niño de cinco años entre nieve, le habían hecho convertirse en el director financiero más joven de una multinacional alemana en la que era el único trabajador que no conocía el idioma. Una excepción a la regla con la que solía bromear con cierto orgullo.


- Papá necesita zapatos para las cosas serias.

Esa frase me vino a la cabeza de pronto. Era la que siempre repetía mi madre en aquellas jornadas de compras que para nosotras, dos niñas, resultaban interminables y que consistían, básicamente, en visitar El Corte Inglés para que él eligiera calzado para la siguiente temporada. Eran los zapatos de las reuniones. Los que un jefe de sección de ese gran almacén le apartaba cuando llegaban las rebajas según los gustos de mi padre, uno de sus mejores clientes, quien a pesar de haberse labrado un nombre y una carrera profesional siempre vivió administrando el dinero. Siempre se probaba un sinfín de modelos para acabar eligiendo siempre cuatro pares -dos negros y dos marrones- que a mí me parecían exactamente iguales a los de años anteriores, y terminar la sesión de compras con la sentencia de todos los años.


- ¿Las niñas no necesitan calzado?

Abracé contra el pecho la caja de aquellos Lotusse que había elegido entre una docena, como si ese gesto me permitiera abrazarlo a él. Al hombre que me enseñó que la vida es cuestión de esforzarse pero, sobre todo, de ser buena persona. A ese padre generoso que nos mimó y nos exigió a partes iguales. El que me retiraba la palabra si volvía a casa con menos de un ocho en un examen. La persona que era mi primera llamada para consultar cualquier problema o compartir una alegría. El que me enseñó que a la gente se la juzga por cómo es y no por lo que aparenta pero que, durante prácticamente toda su vida, te miraba los pies nada más verte para hacer un análisis de situación


- Los zapatos hablan. Dicen mucho de las personas, y no porque sean buenos o malos. Es, únicamente, porque son el reflejo de quien eres y le dicen a quien tienes enfrente mucho más incluso de lo que eres capaz de contar.

Sonreí al recordar esa enigmática sentencia que me espetó una noche fría de febrero tomando un café en una calle de León. En esa época, mi padre todavía era él. Conservaba ese humor con retranca que le caracterizaba a pesar de que algún revés le había restado luz y alegría. Seguía siendo el hombre que sentía con orgullo el pueblo en el que nació a pesar de haber vivido prácticamente toda su vida lejos de él. Mi padre vivía apegado a la tierra, a la suya. Como si fuera la única certeza que tenía en su vida.

Escuchaba a lo lejos a mi madre hablar por teléfono desde el piso de arriba, sentía su dolor sin necesidad de verla. Había perdido a su compañero de vida, al hombre con el que la compartió durante casi cincuenta años. A ese padre mío que había dejado de serlo, poco a poco, hasta transformarse en un desconocido en muchos aspectos. Mirando aquella caja de zapatos pensé en todas las veces que me había enfadado con él en el último año a pesar de ser consciente que mi padre, simplemente, tenía una enfermedad llamada demencia que tenía mucha prisa por convertirlo en su rehén. Pensé en todas las veces que había perdido la paciencia. Rebusqué en las fotos de mi móvil una de las últimas que le había hecho. Y entonces la vi. Vi esa vejez que antes había mirado sin ver pero que, ahora, resultaba más real que nunca.

Mi padre se había hecho muy mayor en muy poco tiempo. Era consciente de que eso, tiempo, era lo que ya no tenía. Y había dejado de mirarte los pies y evaluar tu calzado al verte. Por primera vez en su vida, le daban igual los zapatos. Decía que era porque todos le molestaban, la realidad era que la mayor parte de los días no era capaz de ponérselos. Algo que no solo le frustraba sino que le dolía en el alma.

Saqué aquel par de Lotusse y me los puse. Como a mi padre en su infancia, me quedaban un poco grandes. Sonreí. Hasta cuando ya no estaba me dejó en herencia ese aprendizaje de comprender que a todos la vida a veces nos sobra y otra nos aprieta, pero que eso no impide seguir caminando.