Publicado en la Revista de San Antonio, Cangas de Onís
Junio 2013
Había una vez una niña
que, desde muy pequeña, tenía problemas para respirar. Para poder disfrutar de
la vida sabiendo lo que es llenar fuerte los pulmones del aire húmedo del reino
en el que vivía. A pesar de que se probaron con ella todos los remedios y
pócimas posibles para que pudiera respirar, aquella niña cumplía años sin
sentir mejoría. Amable y Mari, sus padres, probaron a buscar respuestas a la
enfermedad de su hija en cuantos médicos y curanderos encontraron. Pero aquella
niña seguía sin saber lo que era inspirar con normalidad, sufriendo la falta de
la libertad que da el aire. Cuando parecía que no quedaban más soluciones,
cuando ni los preparados ni las medicinas más caras surtieron su efecto,
alguien se atrevió a dar un remedio de la sabiduría popular: quizás, para que
aquella niña mejorase, había que llevarla a otro lugar. A otro reino más frío y
menos húmedo en el que, quizás, pudiera respirar mejor.
Ni cortos ni perezosos,
los padres de aquella niña emprendieron un viaje. Uno a ese otro lado de El
Pontón que aquí se llama Castilla y que algunos sentimos como León. Lo hicieron
llevando con ellos a esa niña que no podía respirar, atravesando Los Beyos en
su camino hacia ese otro reino en el que, quizás, el aire entraría mejor en los
pulmones de su pequeña. Esa tierra tan similar como diferente que podía ser
clave para su salud. Tras un viaje por los bosques encantados de neblinas y
árboles centenarios de El Pontón, llegaron a un pueblo en el que decidieron
parar. Habían emprendido su aventura sin siquiera buscar dónde quedarse,
dejándose llevar solo por el deseo de que aquella niña creciera sana. Al llegar
a Burón, su primer intento por buscar hospedaje fue una negativa. Al explicar
que la salud de su hija era delicada, aquella familia sintió peligrar la de sus
propios hijos. Sin embargo, solo una casa más allá un matrimonio, Alipio y
Marina, decidió acogerles como si no fueran desconocidos. Les abrieron las puertas de la que era su
casa. Una casa entre montañas, una en la que el río era la banda sonora de cada
segundo de vida.
Y así, poco a poco, aquella niña que no podía respirar comenzó
a hacerlo. Sintiendo el aire frío de las noches de aquél otro reino entrar en
sus pulmones, compartiendo una vida más viva con aquéllos desconocidos que de
pronto ya no lo eran. Pasaron los días de sol, las noches de frío. Y aquella
niña volvió junto con sus padres a ese otro lado de las montañas en el que
estaba su reino. Lo hizo para volver a su casa y para seguir respirando. Para
hacerlo sin que le aquejara nunca más otra enfermedad que le impidiera vivir
con vida.
Curiosamente, este cuento
con final feliz es más que un cuento. Es una de las historias familiares que he
escuchado contar muchas veces a mi abuela en las sobremesas relajadas de mi
casa. La historia de aquella niña asturiana que se curó en casa de mi
bisabuelo, la ya menos niña que decidió acompañar a mi familia el día que él
murió aunque mi abuela no supiera hasta después del entierro quién era aquella
desconocida. La niña asturiana, como la llama mi abuela; la enigmática cría
enferma de la historia que tanto me ha contado cobró un día vida. Se convirtió
en una mujer de carne y hueso cuando, en una conversación fortuita de bar sobre
ese otro lado de El Pontón en el que nacen mis raíces, alguien me contó este
mismo cuento a mí. Describiéndome una casa que forma parte de los recuerdos de mi infancia aunque el pantano de Riaño la sepultara junto con muchos otros pedazos de vida; hablándome de un hombre al que yo llamaba "abuelo" sin serlo, Alipio, y al que recuerdo por su fría mirada y su cálida sonrisa. Era su hermana quien había llegado a casa de mi bisabuelo, eran su madre y su hermana aquellas desconocidas que a mi abuela todavía le pesa no haber saludado en su momento.
Es curioso lo mucho que señalamos la frontera invisible que separa Asturias de esa mal llamada Castilla, acentuando lo que hace mejor o peor un lado u otro. Esforzándonos por disfrazar la familiaridad de supuesta rivalidad territorial. Sin embargo, es todavía más curioso descubrir que, por más que nos empeñemos en diferenciarnos tanto, compartimos algo fundamental además de tradiciones y vocabulario: pasado, demasiado pasado. Muchos "ayeres" que hacen de los cuentos de la abuela una sonreída historia real de reencuentros pasados los años, las generaciones. Y a pesar de las ausencias. Supongo que no puede escribirse un final más feliz.