miércoles, 30 de marzo de 2011

Won Shin Shin, un pedacito de China


Creo que es una de las virtudes de esta inmensa ciudad… sin querer o por casualidad, se acaba conociendo gente que quizás por destino o por circunstancias, no vuelves a ver más… hoy he recordado este post pendiente volviendo a casa después de esa paliza que me pega Judith y que me da la vida… se traspasa, leí en el cartel por debajo de una trapa demasiado cerrada… reconozco que, por desgracia, últimamente estoy acostumbrada a ver esas mismas dos palabras demasiadas veces en mi barrio… pero en esta ocasión, reconozco que sentí una tristeza muy peculiar… Yani me llaman, me dijo aquélla criatura de ojos rasgados a la que conocí y le debía este post… cómo te llamas de verdad, le pregunté… Won Shin Shin, me hizo repetir hasta que pronuncié correctamente, pero Yani es lo más parecido en español… me reí pensando en un pequeño descubrimiento… por el motivo que sea, los chinos no oyen igual que nosotros…

El día que conocí a ese pequeño pedacito de China, era la Nochevieja de aquél país… lo hice por casualidad, volviendo –sí, otra vez- de esa paliza bien recibida que me dan unas manos amigas… reconozco que había pasado muchas veces por delante del establecimiento que prometía manicuras a buen precio pero donde nunca me había atrevido a entrar… cuando la vi por la cristalera, me llamó la atención… un cuerpo menudo, menudísimo… llevaba una sudadera de estrellas y una falda con estampado de leopardo, el remate de su look eran unas calzas por debajo de la rodilla y unas botas Converse blancas altas… creo que me animé a entrar no sólo por el precio sino por la curiosidad que me generó aquélla cría pegada a su iPhone… un auténtico reto para mí teniendo en cuenta que, desde hace muchos años, los chinos –persona- me provocan una risa tremenda… cuando llevaba sentada cinco minutos, habíamos superado la barrera idiomática… hablábamos una mezcla entre castellano e inglés… ella me explicaba mientras me limaba las uñas que era la primera vez que no despedía el año en su país, nunca antes había salido de casa… en Pé-kín, pronunciaba, esta noche es especial… hablaba con su madre cuando yo entré, me contó… ya es noche en mi país, me decía mirándome con sus enormes ojos enormemente rasgados a punto de llorar…

Llevaba pintada cada uña de un color diferente… más divertido, me decía sonriendo mucho cuando le pregunté… sin querer, empezamos a hablar de su nueva vida española… de su aventura personal de venir a aprender y a ganar dinero… si tienes tu propio dinero, me explicaba, nadie decide con quién te casas… me llamó la atención cómo me contaba el peso del sistema chino sobre las mujeres, cómo ella se rebelaba contra él… me pareció tremendamente independiente, tremendamente distinta a lo que tenía que ser según los cánones del régimen que dirige la vida en un país del que descubrí no saber nada… era su primer día de trabajo, me lo explicaba mientras me decía que para ella era importante tener un trabajo para poder ahorrar… su idea era quedarse un par de años en España para volver a su tierra, un par de años en los que ya estaba aprovechando para estudiar en una universidad de Madrid… turismo extranjero, le entendí después de muchas traducciones… la gente de mi clase es rara, me explicaba, no hablan conmigo ni siquiera en inglés… descubrí que manejaba el idioma de la Gran Bretaña a las mil maravillas, por las canciones me explicó riéndose…

Para cuando escogimos el esmalte –uno color vino-, me miraba maravillada las manos… blancas, decía mirándome como si aquello fuera un regalo, muy blancas… yo no puedo, me decía poniendo su mano junto a la mía, mi piel es amarilla… me reí de lo particular del mundo al revés… en este lado del globo nos tostamos al sol, en el otro las mujeres se esconden de él y utilizan maquillaje blanco… como las geishas, le dije yo… como ellas, me contestó mientras se afanaba en no salirse de la uña con el pincel, pero ellas son de Ja-pón… su madre volvió a llamarla y le pedí que contestara… al levantarse, oí el tintineo de los muchos cascabeles que llevaba colgados en una pulsera… cuando naces, me explicó, tu abuela te regala un cascabel para librarte de los malos espíritus… por lo visto, la tradición marca que cada año se te regale un cascabel y aquél pedacito de China con el que coincidí en Galileo los llevaba todos colgados… cuántos años tengo, me dijo riéndose… conté 19 cascabeles, asintió con la cabeza sonriente…

Mientras se secaba el esmalte –una hora más tarde de haber entrado por la puerta- no me dejó moverme de la silla… sacó del cajón una pera que había empezado a comerse un poco antes de que yo llegara… me la tendió… quieres un mordisco, me dijo en inglés interrogante, cómo se dice mordisco en español… lo ensayamos hasta que lo dijo bien y, mientras yo me ponía el abrigo, ella lo repetía en voz baja para aprenderlo… vuelve pronto, me dijo cuando le pagué, manos bonitas… mucho placer conocerte, me dijo al salir… feliz año nuevo, le dije yo mientras cerraba la puerta… la vi sonreírme despidiéndome con la mano a través del cristal...

No volví a tiempo para volver a verla, pensaba mientras bajaba Galileo con ese “se traspasa” en la cabeza… con un pedacito de China y su pronunciación de Pé-kin, una ciudad que no conozco pero que ella me enseñó un poco más en el ratito que compartimos… recordándola con esa minifalda muy mini y con su risa cuando me contaba que tuvo un novio italiano que le cantaba serenatas guitarra en mano… con el tintineo de sus 19 cascabeles, con sus ganas de vivir una vida diferente a la que por norma le habían asignado…

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