A
veces hay que permitirse llorar, me dijo con esa voz que a veces suena a
susurro y otras a rugido… apreté las muelas sintiendo que estaba a punto de que
se escapara una lágrima… no nena, le contesté tajante, ya he llorado todo lo
que tenía que llorar… la veía sonreír de medio lado al revés… con esa extraña
perspectiva que te da estar tumbada en una camilla mientras ella trataba de
hacer que mi cuello volviera a su lugar… notando cómo me clavaba los dedos en
las múltiples contracturas que sentía saltar al paso de sus manos… tratando
como trataba de hacer que sintiera menos tensión, alucinada porque fuera capaz
de soportar tantos nudos musculares en este cuerpo en huelga sin poner el grito
en el cielo… estirándome un brazo, clavándome un dedo en la base de la
mandíbula sabiendo como sabía que me dolería… sonreí… si algo tiene Isa es que,
en apenas un par de años, ha aprendido a conocerme como alumna aventajada… no
sólo porque tenga un mapa de mi cuerpo sino porque, además, ha aprendido a
interpretar esas coordenadas que sólo tengo dentro y que sólo conocen algunos…
Me
dejaba tocar mientras pensaba en lo curioso de ese lugar en el que sólo la
recuerdo a ella, en esa cabina suya que es mucho más que su espacio de trabajo…
si las paredes hablaran, pensaba mientras me regañaba por ser incapaz de dejar
el brazo muerto, estas podrían sobornarnos… si algo tiene ese pequeño espacio
es que es su reino absoluto… uno en el que, más allá de –como digo yo con mucho
cachondeo- convertirme en mujer, se cocinó una amistad distinta… una que surgió
de la manera más tonta y que, a día de hoy, la ha convertido en una de las
piezas imprescindibles de mi puzzle vital… tumbada en esa camilla mientras ella
deslizaba sus manos en la base de mi nuca, pensé en esas extrañas alianzas que
se crean sin apenas darte cuenta… en cómo un espacio puede convertirse en
refugio… para mí esa camilla es un diván… uno en el que puedo tumbarme a
diseccionar penas, alegrías, noticias y problemas… uno en el que he fondeado
muchas veces sin pedir hora, sin necesidad de tener que ir a hacerme nada… tan
sólo por el hecho de verla a ella, de contarle lo que me pasaba… de compartir
la angustia, la alegría… la sorpresa o la tristeza más profunda… si algo tiene
esa camilla suya es que sabe más de la mitad de mis miserias… más de la mitad
de esta nueva vida de gata…
Siempre
es el mismo proceso… llego abrigada con esa sonrisa que me pone al verme a
través del cristal de la puerta… pese a habernos visto por la mañana tomando
café o después de comer cafeteando en ese Manolo sin el que no seríamos las
mismas… entro, me quito la ropa que corresponde, me tumbo… y, pese a que muchas
veces no lo esté, me siento completamente desnuda ante ella… sin poder negarle
lo que me pasa, sin poder rebatirle en el segundo intento ese “nada” que no
funciona con ella… escucha, suspira, asiente… gesticula en silencio abriendo
mucho los ojos… y, para cuando he terminado de escupir lo que sea que me quema,
habla… es curioso… siempre lo hace con una rotundidad absoluta, como si cada
una de las palabras que salieran de su boca fueran el resultado de un largo
proceso de reflexión… la escucho callada, sopesando cada una de sus palabras
como guías… acariciando aquéllas que me gusta escuchar, acariciando esas
verdades que sé que necesito escuchar… a veces me pregunto cómo cabe tanta fuerza
en un cuerpo tan minúsculo… otras cómo es posible que tanto carácter encierre
dentro de sí tantos miedos… sonrío… supongo que la misma cantidad que tenemos
todos… a veces es ella la que se desnuda pese a no hacerlo… contándome esas
heridas que le duelen tanto por dentro… esas que están en el mapa de su cuerpo
también, esas que conozco… somos dos mundos… ella absolutamente rutinaria y
cuadriculada, yo completamente anárquica y visceral… sonrío mientras ella me
regaña llamándome “nena” por no saber relajarme… sabe que no sé, que no puedo…
sobra que le cuente que me comen por dentro las emociones porque lo sabe,
porque sabe que esa tensión que se me agarra a la mandíbula es una defensa
contra el mundo… esa que ella también practica…
Ese
diván de Isa es uno de mis rincones favoritos de Madrid porque me da un calor
inimaginable en el alma… porque, pese a que nos contemos la cosa más triste del
mundo, siempre que me despido de ella tengo esa sensación de placidez que sólo
se tiene con una buena amiga… con esa a la que empecé confiándole mi cuerpo y
acabé confiándole mi vida…
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