"No importa quien es mi padre, lo que interesa es quien recuerdo que es"
Anne Sexton
Fíjate,
me decía con una mezcla de asombro y nostalgia, dos pesetas el cine… mirábamos
los collage de aquélla pared embobados… leyendo nombres de cines que hace más
de cuatro décadas que no existen, programas de mano de películas de las que ni
siquiera podía resultarme familiar el nombre… aquéllos paneles en la pared eran
un pedacito de algún baúl de los recuerdos de una época que no viví pero que,
sin embargo, alguien me contó… charlábamos entre una tosta de lomo y otra de
jamón con dos cervezas… para mi padre clara, para mí un tercio de Mahou que me
supo a gloria después de mucho tiempo sin tomarme uno… hablábamos del sitio
dónde habíamos ido a parar en ese “barrio Romántico” que tanto les gusta a mis
padres… y allí estaba yo, compartiendo esa nocturnidad con él… vámonos
antes de que se te caiga la casa encima, me había dicho con mucho cachondeo
media hora antes… durante un instante, lo dudé… viernes por la noche después de
un día entero atrincherada en casa, después de un día entero pegada al
ordenador como en mis buenos tiempos de agencia… después de un día entero
viendo nevar sin parar, sopesando susurros y suspirando las ganas… las once
de la noche y yo arreglándome para salir con diez grados por debajo de cero…
miré por la ventana y vi que la calle se había convertido en una pista de
patinaje… tú crees que no es una locura, le pregunté muy seria… vístete que nos
vamos, me contestó mi padre con mucho cachondeo… diez minutos después, salíamos
por la puerta dispuestos a llegar a León para tomar algo si el hielo lo
permitía y aquéllas cadenas líquidas que había comprado en forma de spray
funcionaban…
Sólo
media hora después, estábamos sentados al calor de uno de esos bares que te
calientan la mente a base de recuerdos… y, quizás porque el lugar era el
idóneo, a mi padre le entró esa nostalgia tan suya de una época que quedó muy atrás
pero que, quizás, le marcó para siempre… comenzó a hablarme de ese viaje a
Colombia cuando apenas tenía seis años… imagínate un niño como yo que sólo había visto pasar el coche de línea, me decía con una ironía inocente, cuando
llegó a América… sonreía, se reía… vi en su mirada un pedacito de ese niño que
dejó de ser con tan pocos años… contándome cómo se enroló de la mano de mis
abuelos en una aventura vital que les llevó a ser emigrantes como tantos otros
españoles en esa época… me habló de cuando llegó a Vigo, de cómo fue subir a
ese barco en el que estuvo durante semanas… tu abuela decía que no se subía, me
contaba descojonado, no le daba confianza la pasarela que habían montado… entre
mordiscos y cerveza, me habló de cómo hizo ese viaje en un camarote de tercera
categoría… con un ojo de buey que quedaba por debajo de la línea del agua,
viendo el mar… me hablaba impresionado de esos delfines que acompañaban al
barco en la travesía… de cómo en unas islas que no sabe localizar en el mapa,
la gente tiraba monedas desde la cubierta y unos niños buceaban en alta mar
para rescatarlas… sentí cómo ese álbum suyo de fotos se le había quedado grabado
a fuego… cómo esa aventura suya de la niñez marcaba todavía hoy lo que era… me
habló de ese avión de dos hélices que atravesó los Andes en mitad de una
tormenta, de su recuerdo al olor dulzón que impregna Bogotá por la gasolina que
jamás quemará bien a esa altura… le veía sonreír contándome lo que le
impresionó ver tantos coches, lo que significó dormir por primera vez en un
colchón que no fuera de lana… me pegué un guarrazo contra el suelo, me decía
muerto de risa, que sangraba como un gocho… me reí… le veía contar con esa
nostalgia sana que te dan las décadas de distancia… esas que te hacen olvidarte
que, de no faltarte nada en el pueblo, cruzaste un océano para pasar hambre y
frío… para saber lo que era hacer 15 kilómetros descalzo para ir y volver a la
escuela… le miraba sintiéndole un héroe anónimo… quizás porque es mi padre o
quizás porque siento un enorme respeto por su aventura…
Con
el último mordisco de mi tosta, apuró el caldo que se tomaba… vámonos al
Madrid, me dijo… Madrid, pensé sonriendo, me persigue incluso cuando no estoy
en él… me agarré de su brazo para caminar hasta ese lugar lleno de carteles de
faenas añejas, de anuncios de “tenemos latería fina” con una decoración
minimalista y moderna que partía tanto espíritu torero… repetimos la misma
consumición, cerveza… he pensado escribir al padre Rafael, le dije mientras se encendía
un cigarro… no me hizo falta explicar más para ver su cara de preocupación y de
sorpresa… ni lo pienses, me dijo sentenciando… sonreí… sobraba decirle que
quería ir al Sáhara… que quería saber qué era un océano de arena, cómo eran
esos saharauis que tanto defiendo ideológicamente por una mera cuestión de
genética… con quién mejor que con un cura, le contesté… puso los ojos en blanco
aterrorizado por mi ocurrencia… supongo que sabiendo, en el fondo, que
escribiré a ese cura que lidia desde hace décadas en mitad de la nada para
proponerle mi locura… ese mismo que un día de este verano le dijo que le
gustaba leerme y que quería que siguiera escribiendo… uno al que, sin apenas
conocerle, le tengo un profundo respeto por eso a lo que ha dedicado su vida…
Entre
misterios mayas, pirámides egipcias y esa Isla de Pascua que tanto me llama la
atención, nos terminamos la segunda consumición y descubrimos un peliculón en
la tele… agarrada a su brazo, salimos de ese Madrid que parecía Sevilla para
caminar calle Ancha abajo sin parar de hablar de cualquier cosa mientras la
gente subía en dirección contraria hacia el Húmedo… para volver a casa a veinte
por hora y sentarnos a ver una película que ya había visto, metida debajo de
esa manta roja y negra de lana que conozco desde siempre… pensando en esa
extraña noche de viernes con pasado, historia, sueños, misterios y cine que
estaba compartiendo con mi padre de la manera más improvisada… sintiendo un
pedacito de esa propiedad que me siento con él y que siento hacia él… quizás
porque, a veces, necesito una dosis de esos ratos que sólo pasamos los dos
solos…
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