lunes, 18 de enero de 2010

Una mañana de bruma...



Como siempre que vengo a esta ciudad, cumplí con ese extraño protocolo que yo misma me marco… dejar el coche en el mismo parking, salir siempre por el mismo lugar… cruzar la avenida y, simplemente, dejar pasar el tiempo mirando el mar… ese mar del que tengo grandes recuerdos… algunos más antiguos, otros mucho más recientes… me gusta mirarlo sin pensar en nada, a pesar de esa fría humedad del invierno del norte… la marea estaba baja, tan sólo era mediodía… de golpe sentí muchísimas ganas de hacer eso que siempre hago, incluso en invierno… bajar hasta la orilla, caminar sobre la arena empapada… notar ese suelo esponjado bajo mis pies, su frío… durante unos segundos, pensé en descalzarme como he hecho tantas otras veces… con la playa prácticamente vacía, llegué hasta el agua… sólo para tocarla, para sentir su temperatura… para disfrutar del escalofrío… caminé hasta la iglesia de San Pedro, hasta ese comienzo mental mío del barrio de Cimadevilla, sólo para seguir mirando el agua romper en la arena… sólo para rellenarme el saquito de esas ausencias que uno siente cuando vive rodeado de hormigón…

Como hago siempre, busqué una cafetín desde el que poder seguir mirando el mar bajo ese orbayo incesante que parecía teñir el día de una bruma extrañamente luminosa… para sentarme a escribir, a pensar… a procesar… a seguir mirando esa masa de agua que tanto me gusta en invierno permitiendo que la mente se marchara a alguna parte del pasado más reciente, de apenas horas… permitiéndome a mí misma rebobinar esas fotos mentales que saco sin necesidad de película… para pensar en ese mismo mar visto en mitad de la noche… en ese montoncito de recuerdos sonreídos de los que sólo se viven una vez… sin capacidad de repetición, simplemente, porque nunca más serán iguales… olía el salitre sintiéndolo impregnado en todas partes… en el pelo, sobre la piel… en cada media sonrisa que se me pintaba en la cara… con el segundo café con leche, el cielo se convirtió en una masa de algodón que lo inundó todo de una luz acerada que sólo identifico con esta ciudad… supongo que porque creo que cada ciudad tiene su propia luz, su tonalidad única… esa que la hace diferente… esa que le da a cada lugar un sabor diferente que, pese a parecerse, nunca es el mismo…

Seguí mirando por la ventana mientras todo se envolvía en esa bruma que puede cortarse con tijera a veces en esta ciudad… pensando en mis cromos, en mis apuestas… en esos riesgos vitales que corro empujada por una tormenta de vísceras que rige el destino de este barco pirata… sonrío… cómo si no, pensé, no conozco otra manera de orientar la brújula… quizás porque sólo sé pensar con el corazón y sentir con la cabeza… tal vez porque, desde hace algún tiempo, llevo apretado dentro de un puño ese mapa del tesoro que se me empapó… ese que se emborronó de tinta y de agua salada tiempo atrás sin permitirme seguir la ruta… quizás ahora tampoco la siga, me dije a mí misma encendiendo un cigarro sin poder quitar la vista de toda esa gente que pasea pese a que el cielo se rompa, pero al menos sé que vire hacia donde lo haga soy yo quien lo decide… me río, me hace gracia… en esta mañana de acero al borde del mar, me siento más barco pirata que nunca… quizás porque ahora, además de serlo, tengo uno… un barco atracado en una sorpresa que no estaba entre mis cartas de navegación… un puerto distinto del que, probablemente, tenga que levar anclas antes o después empujada por unas olas que yo no gobierno… sonrío… qué es una tormenta más para un pirata como yo, me dije a mí misma descojonándome con una risa agridulce… masqué esa premonición cantada por sirenas mientras veía cómo el cielo daba una tregua… sonreí… antes o después, pensé guardando todo en el bolso, siempre sale el sol…

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