viernes, 6 de febrero de 2009

Excursión por el asfalto y un viaje en coche

Amanece un viernes, preludio de un fin de semana familiar en un lugar desconocido –como todo aquí-… Villa de Leyva, no paro de escuchar que es precioso… pero antes de eso, me tocaba una acelerada excursión por Bogotá de la mano de mi prima Ana María… decidimos llevarnos a Weimar para evitarnos el tema del parqueo, y allá que nos fuimos a recoger el coche de mi prima… está aparcado en el barrio de Ferias, en el parking de una de las surtidoras… al comienzo de la excursión, un recorrido que puedo reconocer… sin embargo, giramos a la derecha y nos adentramos en un barrio peculiar… distinto… el de la clase media de Bogotá… ese en el que las casas son de un máximo de 3 pisos y parten de una sóla planta… sí, a medida que se va teniendo dinero para ir ampliándolas, la gente va construyendo pisos… el resultado es peculiar… veo casas de una planta con un montón de escombros encima, otras de dos con una terraza con cobertizo… otras, realmente, han logrado alcanzar las tres…

Mi prima decide enseñarme un centro comercial de la zona… las estanterías están abarrotadas de producto, me cuenta que es la técnica de venta aquí… lo curioso es que puedes encontrar desde productos de alimentación a muebles… nos reímos con Weimar, mi intención de sacarle una buena foto a una zorra de burros que pasa despierta la carcajada del conductor del camión de detrás… de ahí hacemos una parada en un puesto de fruta callejera de la esquina… compramos una fruta impronunciable que, después de cuatro mordiscos y de churretearme la miel con la que te lo venden, me dicen que es afrodisíaco… lo que me faltaba, y yo con estos calores tropicales… mientras tomamos café al lado de Surtidora, entran dos niñas… una de ellas no llega al medio metro de altura… andan descalzas, se cuelan entre el espacio de mis piernas y la barra… me piden dinero, me miran… me impresiona verlas tan pequeñas en la calle… Ana María me informa de que son indígenas ecuatorianos… los traen las mafias, los explotan como a esclavos… mientras las veo salir del cafetín, pienso en lo puta que es la vida… en el papel tan jodido que les ha tocado vivir a estos niños que no son de nadie en realidad… mientras masco mis pensamientos europeos, ya nos hemos metido los 3 en el Golf… me enseñan un edificio de cristales, el único que desentona con el barrio… es un picadero, eso sí con su recepcionista atentísimo en la puerta… por lo visto, los fines de semana la gente hace cola para poder entrar… nos reímos de esos peculiares lugares y las historias que encierran mientras nos metemos en el centro de la ciudad…

Ana María decide que nos encaminemos hacia el barrio de Chapineros… pasamos por delante del local donde mataron a mi tío Manolo a tiros… sí, la vida en este lado del mar se escribió durante mucho tiempo a golpe de balas… mientras estamos parados en un semáforo, aparece un costeño… negro, con sus rastas… lleva unas gafas de plástico negro sin cristales… asoma la cabeza por la ventanilla, comienza a cantar una canción de salsa… Weimar se ríe, mi prima y yo también… pero el descojono máximo llega cuando me mira y le dice a Weimar que qué suerte llevar una mona –aquí se entiende así a las pieles claras- al lado… que él haría conmigo café con leche… nos entra tal ataque de risa que le damos dinero… el tipo, con sus grandes dientes blancos, sonríe todavía más… nosotros nos seguimos riendo, es cuánto menos peculiar el momentazo… a Weimar le da vergüenza mirarme porque no puede parar de reír… definitivamente, soy un marciano en estas tierras tropicales…


Metemos el coche en el parking del edificio Bolívar, uno de los más antiguos de Bogotá… sin duda, quiénes lo atienden deben llevar allí desde que se fundó… te reciben con batas blancas, como si fueran dentistas… de ahí nos vamos a la plaza de Lourdes, y en ese momento me quedo fascinada… no por la iglesia –gótico colonial puro, al estilo europeo- sino porque parece que el ruido de la ciudad ahí no existe… estamos en Chapineros, el barrio gay y bohemio de la ciudad… los limpiabotas despliegan cientos de pinceles en sus carritos, el mercadillo de artesanía se tiende sobre el suelo… allí no existe la prisa… las palomas campan a sus anchas por la plaza mientras una niña de apenas 2 años juega con ellas… definitivamente, en un oasis de calma en medio de la locura de esta ciudad… pero la paz dura poco, tenemos que marcharnos… atravesamos las hileras de autobuses… es la bomba, aquí van incluso con las puertas abiertas… eso de aforo máximo no existe, para qué si apretaditos con 30 grados fuera se va mejor?… volvemos a casa hablando de los billares, locales en los que sólo pueden estar hombres… y, lo que es más curioso, en los que tratan de escapar de sus mujeres… aquí las féminas son tremendas… nos reímos, charlamos… Weimar habla con esa voz pausada y bonita que tiene, mi prima me hace reír desde el asiento trasero… me gusta este pequeño mundo construido con nada… pasamos por delante del mercado de las flores… es un puzzle de colores… pese al gris, Bogotá tiene tantos tonos diferentes…


Al llegar a casa, mi tío Jaime ya me está esperando con mis primos… comienza la excursión previo paso por El Corral, la mejor hamburguesería de Bogotá… doy fe de que no he comido hasta la fecha una hamburguesa más rica, me río del Hollywood de Argüelles desde aquí… de ahí, nos encaminamos hacia la Castellana… por madrileño que suene, no deja de ser un barrio en el que mi padre vivió de pequeño… veo la casa, el césped en el que jugaba al fútbol… durante unos minutos, me lo imagino… otra pizca más de un pasado que no conozco… recogemos a mi tía Coco en casa, es fonioaudiatra y trabaja con niños sordos… y así, nos metemos los cinco en un Renault 21 del año pum… charlamos, nos reímos… hacemos una parada en El Carajillo –término mal sonante por estas tierras donde lo haya-… cuando vemos los columpios, mis primos y yo nos vamos como tres desaforados a balancearnos… después de un café y muchas fotos, nos volvemos a subir al coche… el paisaje comienza a cambiar, los pueblos ya son distintos… y mis ojos no pueden parar de mirarlo todo… llegamos al puente de Boyacá, el lugar en el que Bolívar firmó en una batalla la independencia de Colombia con los españoles… cuando veo el puente famoso, flipo… dos metros, no más… salvo ser escenario de una contienda tan simbólica puede ser cualquier cosa… nos perdemos, nos encontramos… nos reímos… me gusta esta vida familiar redescubierta…


Después de transitar por unas carreteras que bien podrían parecer caminos, comienzo a ver autóctonos boyacenses… vestidos con una ruana –una especie de poncho de lana de oveja que se mete por la cabeza- y con un sombrero de paja… todos iguales, todos distintos… sentados en la puerta de los bares bebiendo cerveza en botellín… cuando estamos llegando a Villa de Leyva, mi tía me cuenta que eso antes era mar… que, por eso, se han encontrado grandes fósiles marinos… y que, de verlo de día, me daría la sensación de estar viendo un paisaje de la luna… al entrar en el pueblo, comprendo por qué todo el mundo me advirtió de lo bonito que era… casas blancas, calles empedradas… geranios colgando de los balcones pintados en verde… me siento en Andalucía de pronto pero a 8000 kilómetros de distancia… llegamos a nuestro destino, la casa de la hermana de mi tía… Sonia y Juan Manuel, su marido, resultan ser encantadores… él no para de vacilarme con la frase “joder tío”… ha trabajado mucho con españoles y dice que es lo que más decimos… cuando se abre el portón de su casa, sigo flipando… un patio andaluz, con fuente en medio y todo… lleno de flores, con su corredor… maravillosa la imagen de descubrir un espacio así…


Nos encaminamos hacia el pueblo para picar algo… acabamos cenando en un pequeño restaurante que está dentro de otro patio parecido… hay luciérnagas en las plantas… se cuela la música de una guitarra española… de golpe, oigo música del otro lado del mar… me siento en casa con la conversación… sobre política, sobre la conquista española –tema recurrente aquí-… un poco pimplados, volvemos a casa… es tarde, estamos todos cansados y mañana espera un día largo… pero la noche tenía un octavo pasajero… nada más llegar a casa, nos encontramos con un alacrán… mi primo Jose lo mete en un vaso… trata de ahogarlo, primero, y flambearlo después con un desodorante… entre pitos y flautas, pasamos media hora con el tema… cuando creo que el martirio ya sobra, abogo por devolver el alacrán a la tierra… pobrecito, todavía le quedaron ganas de salir corriendo pese a todo…

Respiro hondo y puedo sentir cómo huele ese jardín… cómo huele este país…

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