domingo, 8 de noviembre de 2009

Aterrizaje en Caracas


Salí de Madrid entre la tensión de todos los demás… los que hicieron que, el día antes de volar hacia Caracas, estuviera al borde de la combustión espontánea… había de todo… una mezcla de miedo… una pizca de histeria… un gran componente de nervios… me subí a ese avión después de una noche en vela… de apenas dos horas en mi cama, esa que siempre tengo ganas de volver a encontrar a mi regreso aún no habiendo apenas salido de ella… un desayuno rápido en un bar cerca de casa, una carrera por Barajas para que mi bomba atómica particular se quedara tranquila… a Caracas, me dijo aterrorizado el señor que controlaba la entrada de viajeros antes de los arcos de seguridad, con la que está cayendo… una dosis más de histeria para ese bolsillo que decidí untar en aceite antes de salir de casa… me despedí de ese Madrid que me hace ser gata mirando las pistas de aterrizaje mientras me fumaba un cigarro en esos extraños cubículos a los que los yonkies del humo como yo nos vemos relegados… pidiéndole a esa ciudad que me esperara a mi vuelta… leí a mi madre llamarme gatito lindo una vez más, le prometí a mi padre llamar en cuanto llegara a esa ciudad extraña que iba a pisar por primera vez… a punto de embarcar, mi teléfono sonó por última vez… me pidieron que fuera buena y me portara bien… me río, lo reconozco… no sé por qué todo el mundo me tiene tanto miedo… supongo que porque saben que, simplemente, a veces me gusta saltar sobre el alambre… reconozco que la petición me hizo gracia, sonreí… si papá, sólo pude contestar… colgué riéndome de estas cosas curiosas que tiene la vida, de esas que pasan cuando menos te lo esperas…


Cuando encontré mi asiento de ese interminable avión, tuve la primera dosis de lo que me esperaba durante nueve horas… un inglés completamente borracho dormitaba su pedo a mi lado enchufado a los cascos de su iPhone… un aparato que tuve que acabar apagándole yo cuando la azafata se lo pidió tres veces y el tipo era incapaz de procesar lo que le decían… mi bomba particular me miraba con cara de descojono… cómo no, pensé, no puedo hacer un viaje normal… el cuarto ocupante de esa fila de asientos resultó ser un venezolano que se pasaba la vida a caballo entre Maracay y Lisboa… uno que, rápidamente, me dio su tarjeta de visita… me escribes a tu regreso de Venezuela, me dijo, para contarme qué te ha parecido mi país… Tilso, que así se llamaba, compartió con nosotras -y con medio avión- más las idas y venidas de la cabeza de ese guiri borracho que estuvo a punto en varias ocasiones de acabar babeando sobre mi hombro… para colmo, llevaba una San Miguel escondida en el compartimento de las revistas… una que abrió -y se bebió- sin pudor tan pronto se le pasó el moco que llevaba encima… supongo que para reponer el estado catastrófico con el que se había subido al avión y volver a empezarlo…


Llegamos a Caracas en mitad del desconcierto… el desconcierto que provoca no llevar un solo bolívar –moneda oficial de este singular país- en el bolsillo y encontrarnos con que quien nos iba a recoger no podía hacerlo… bendiciones de vivir en Caracas, le habían roto las lunas del coche y no podía dejarlo así todo el fin de semana… el cuarto ocupante de nuestra estrecha fila de asientos ya se había ofrecido para llevarnos antes de bajar del avión… volvió a hacerlo cuando supo nuestra situación… subirnos al coche de un desconocido podría parecer una locura, y más en este bendito lugar… sin embargo, por algún motivo, mi compañera de aventura y yo lo consideramos un ser inofensivo… uno que nos había enseñado durante el vuelo la foto de sus hijas, la de su mujer… uno que aseguraba portarse bien y ser mínimamente fiel –una auténtica salvedad en este país- pese a contarnos lo que le suponía en dinero invitar a una recauchutada mujer a salir una noche… al salir del aeropuerto una bofetada de calor húmedo me pegó en toda la cara… sentí el cansancio del viaje, el dolor de rodillas por estar aprisionada entre los asientos… le esperamos mientras yo fumaba -por fin- un cigarro después de horas de abstinencia… nada más subirnos a su todoterreno, flipé… el tipo escuchaba a Andi y Lucas y, francamente, sólo pude descojonarme…
Mientras él hacía su selección musical, me asusté un poco más… conocía muchas de las canciones de reggaeton que optó por ponernos como banda sonora del trayecto… supongo que se lo debo a esos benditos vecinos que me taladran la sesera… nos acercábamos a Caracas por una autovía en la que, francamente, temí por mi vida… acelerón, frenazo, nula distancia de seguridad… es un hecho, conducir en este país es para kamikazes auténticos… ya no sólo porque esquivas a los demás sino, además, te pasas los kilómetros sorteando los socavones del suelo… recordé esas calles de Bogotá “con masaje incluido” –como decía mi tía-… me sonreí… charlábamos y nos reíamos en lo que veía un millón de luces dispuestas en las montañas que rodeaban la autovía… eran fabelas, casas de lata… miles de personas viviendo en el umbral de la más absoluta pobreza… personas fieles a un régimen que no comprendo pero que ellos sienten suyo… pensaba en esa fotografía mental que me encantaba y me envenenaba a la vez, sabiendo como sabía lo que significaba… después de dos piruladas en la autovía, que me hicieron clavarme de uñas en el techo del todoterreno, llegamos cerca de nuestro destino a un kiosco de prensa que vendía de todo… nuestra rescatadora fallida, la prima de Thais, nos seguía por la misma autovía acojonada perdida pensando en que, como dos locas, nos habíamos subido con un desconocido… me río… no sentí miedo en ningún momento, por algún motivo que no conozco ese ángel de la guarda que nos echamos en el avión me daba buena espina… con una despedida rápida, él emprendió esa hora y media que le quedaba de trayecto para llegar a su casa… recuerda escribirme, me dijo cuando se despedía dándome un beso en la mejilla… lo haré, le contesté…

Subimos a esa casa que sería la nuestra prestada durante nuestra estancia en Caracas… para ver cómo se recortaban los altísimos árboles que envuelven la vista desde cada ventana del apartamento… para compartir una pizza, cansancio… agotamiento después de un viaje y de los nervios de mi compañera de aventura… noticias del otro lado del océano, un reencuentro para ellas después de muchos años sin verse… bendiciones tecnológicas, en ese momento descubrí que MoviStar me había jugado una mala pasada… no podía llamar ni recibir –cosa que había activado y comprobado dos veces que estaba en funcionamiento-, pero seguía conectada al mundo que dejé atrás a través de ese Internet que sí había desactivado… cuando se me cerraban los ojos, Glenda –nuestra loca anfitriona- decidió que era momento de irse… la acompañamos hasta el parking y, nada más volver a meternos en el ascensor, surgió la pregunta… tú sabes qué piso es, le pregunté a Thais dentro de la bendita caja… me miró con cara de terror primero, de descojono después… no quedaba más que subir piso a piso comprobando en cuál de todos nos resultaba familiar la puerta… incluso, en un ataque de valentía, opté por probar si abría una puerta que a mí me resultaba familiar… fue justo antes de descubrir que todas las puertas eran iguales… yo me reía, ella no sabía si morirse del susto o descojonarse… para cuando encontramos la cerradura correcta, nos supo a triunfo… trece pisos son muchos pisos para probar…
Me metí en esa cama prestada que es mía durante unos días completamente agotada… cansada… era la madrugada de España, la madrugada para mi cuerpo… por la ventana de mi habitación, entraba más reggaeton… más de la misma música que tengo que sufrir en Madrid… sonreí… me he cruzado un océano, pensé, y es como si estuviera en casa…

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