viernes, 20 de noviembre de 2009

Gateando por la ciudad de los caballeros...


Esos ojos me alumbraron en mitad de la oscuridad, me dijo con mucha galantería el sesentón que se había acercado a la mesa… me quise morir de la vergüenza y sólo pude sonreír… me lo decía a la luz de las velas, en esa semi penumbra de la “Taberna de Eugenio”… un lugar al que habíamos ido a parar después de que el amigo abogado de mi compañera de aventura nos recogiera con la intención de tomar algo… una botella de Pampero de edición exclusiva… un lugar español que, rápidamente, catalogué como tal cuando al entrar no paré de ver cuadros de carteles turísticos de Barcelona o Castilla y León… me reí… acabar en la madre patria al otro lado del océano, pensé para mí, es cuanto menos curioso… compartíamos una mesa… unos vasos con mucho hielo picado que el camarero –un señor que ya sólo tenía edad de jugar al tute en un centro para la tercera edad y no de trabajar- rellenaba constantemente de ron, una pizca de Coca-Cola y un chorrito de limón… estábamos a oscuras porque, bendiciones de este país, habían cortado la energía… habían paliado la carencia de luz con unas velas… si es que en este país sois muy románticos, les dije a mis compañeros de palos –copas-… se rieron… es curioso… en vez de volverse locos –como me pasó a mí la tarde anterior cuando, hablando con mi padre, todo se quedó a oscuras y me convertí en el increíble Hulk dentro de la cabina de un locutorio-, se reían de sus circunstancias… bienvenida a Venezuela mamita, me dijo el tipo del locutorio cuando yo estaba a punto de estallar del cabreo… ellos, sin embargo, se ríen… eso es porque todavía somos indios, me decía ese abogado amigo que se desvivió por encenderme cerilla en mano cada uno de los cigarros que me fumé…


Acabar en esa taberna era el resultado de un día de gatas… de habernos levantado temprano gracias a la batidora –puta batidora- de la cuñada de Thais que, insisto, debe ser un cohete espacial de la NASA en pruebas por cómo suena… nos habíamos pateado Mérida de arriba abajo… caminando sus empinadas calles… mirando las tiendas de artesanía… conociendo esos lugares en los que ella había vivido, esos que formaban parte de su particular álbum de cromos… caminamos bajo el sol, charlando… quedándonos en silencio… mirando los puestos de hippys… saludando a la gente que ella conocía… con la broma –que nos persigue desde que llegué a este país- de que va a empezar a cobrar por mirarme… con una visita rápida a una casa colonial con un patio que me recordó tantísimo a Andalucía… viendo cómo la gente pinta sus casas porque llega la Navidad, con ese increíble espíritu que se vive aquí… hablando de nuestras vidas… viendo cómo se exprime esa caña de azúcar que bebí gracias al jefe de mi peculiar tribu en esa ciudad que dejamos atrás y que recordamos cada vez que escuchamos en alguna parte de esta ciudad a alguien tocando un instrumento… gateamos, sí… reconozco que lo necesitaba… un rato para mí, para nosotras… para hablar si queríamos, para callar si lo deseábamos… para hacer el gamberro por la calle para que mi bomba atómica particular se descojonara de la risa –dice que conmigo aquí se le van a acabar marcando los abdominales-… para agarrarla en mitad de una pastelería y ponernos a bailar con el ataque de risa del viejito –con unas bermudas y los calcetines subidos hasta mitad de la pantorrilla- que nos miraba… para irnos a un locutorio –aquí llamado muy mónamente “centro de comunicaciones”- y poder llamar… charlar con calma… sin prisas… dejándonos llevar por esos pocos bolívares que cuesta en este país escuchar a otra persona… sonreír… sentirte más cerca de aquello que dejaste atrás aunque siga contigo a este lado del Atlántico… para sonreír, para oír la ilusión que provoca en otro oírte desde tan lejos… para visitar el mercado de Mérida, ese lugar en el que la artesanía se cuela por cada rincón… ese en el que vi frustradas mis ganas de tomarme un jugo de maracuyá –aquí llamada parchita-… ese que nos obligó a subirnos en un taxi en el que me descojoné escuchando la canción de “Sopa de Caracol” que bailé durante todo el trayecto ante la mirada atenta del conductor y mi compañera de aventura… esa canción que me recordaba a mi Juana de Arco particular...

Bajamos la ciudad completamente para volver a subirla en busca de un papel que puede abrirle muchas puertas a ese “bebé” de mi amiga que ya no lo es… volvimos a bajarla para encontrarnos con ese abogado que nos llevó a esa taberna en la que mi bomba atómica particular reconoció haber sido tan feliz… bebíamos… hablábamos… del viaje a España del amigo de mi amiga… de su columna política en uno de los periódicos afines a la revolución pese a ser anti revolucionario… de la situación del país… lo hacíamos mojados en ron… rodeados de chavistas y de escuálidos –así se les llama a los opositores al Gobierno-… lo hacíamos a la luz de las velas… tratando –en mi caso- de mantener la compostura con un cubata que jamás se terminaba porque el impenitente camarero no paraba de rellenar el vaso… uno con Coca-Cola cuando, en los días de mi vida, yo he tomado ron con ese refresco… con la mente a ratos en otro lugar… sonriéndole a muchos recuerdos… a esas cosas curiosas que te da la vida…

Nos despedimos de nuestro compañero de copas improvisadas a las 8 de la tarde… con una risa floja sin precedentes en mí y unos coloretes nunca vistos antes en mi amiga… lo hicimos para ir al encuentro de su hijo, uno que sólo pudo descojonarse cuando nos vio en ese estado que a él –y a nosotras- nos resultaba tan divertido… lo hicimos para cenar una cachapa –una torta de maíz rellena de queso- y volar a casa de la madre de mi amiga… lo hicimos para recibir una llamada de ese compañero de copas que estaba destinada a mí… flipé cuando empecé a charlar con él, lo reconozco… me decía que me esperaba en un hotel con otra botella de ron… me hablaba de que le había despreciado la invitación previa pero que, en resumen, me daba una segunda oportunidad por si cambiaba de opinión… César se reía, Thais se descojonaba… y yo hacía lo que mejor se me da hacer… sacar el capote… agradeciéndole la invitación… tratando de lidiar con la vergüenza cuando colgué ese móvil que nos han prestado y que lleva como politono una canción del grupo del hermano de Thais… en este lado del mundo, ya lo he comprobado, no tienes que hacer nada para que un hombre te tire la caña… funcionan como el perro de Paulov… ensayo, error, ensayo, error… acierto… en mi caso, me quedé en las fases previas del testeo…

Hoy me he reído, lo reconozco… mucho, de hecho… por esa mínima sensación de libertad que tanto necesitaba… por poder caminar, conocer, ver, mirar… por tocar esa calle que vive en Mérida, con sus empinadas cuestas, con su gente… descubriendo esa ciudad que llaman de los caballeros por su absoluta cortesía masculina... viendo esas caras de dos indios que se recortan en lo alto de las dos montañas opuestas que rodean la ciudad...  esas que, cuentan las leyendas indígenas, algún día se unirán para besarse haciendo desaparecer la ciudad... por sus peculiares hombres mayores vestidos con enormes sombreros de caña… con esas nubes que parecen de algodón y que enredan cada anochecer en una neblina misteriosa... con esa nueva comprobación del trueno cerebral que se maneja a este otro lado del mundo… por haber vuelto a sentirme gata con salto sobre el tejado incluido…

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