jueves, 12 de noviembre de 2009

Barquisimeto, Lana y un puñado de música


Cuando abrí los ojos, no sabía ni dónde estaba… sólo que era temprano, demasiado incluso para mí… cuando miré la hora, me quise morir… las cinco y pico de la mañana… no están puestas ni las calles, pensé para mis adentros... error… a las cinco de la mañana en este lado del mundo hay un movimiento en la calle digno de observar… el sol apenas sale un poco después… y, después de veinte vueltas en la cama, opté por levantarme y bajar al patio a fumar un cigarro… al llegar, el sol ya calentaba como si fuera medio día pese a ser apenas las siete… me senté a disfrutarlo con el cuello estirado, con los ojos cerrados… los loros pasaban -aunque no logré verlos- chillando sin parar… cuando llevaba cinco minutos sentada, adopté a un gato negro… se tumbó apoyando la cabeza sobre mi pie, al sol como yo… debe ser la única persona a la que le gustan los gatos, me dijo un individuo que me miraba con cara de horror mientras yo acariciaba al minino y sentía cómo ronroneaba… Ger –lo siento, opté por llamarle así porque fueron las únicas tres letras que entendí de su nombre… las tres primeras… el menda tenía un nombre que era más un trabalenguas que cualquier otra cosa- era el gay con más pluma de cuántos he visto jamás y estaba absolutamente fascinado… qué hace una española tan lejos de su patria, me dijo con su lengua de trapo que pronunciaba la “c” como se hace al otro lado del océano… en cero coma y sin mediar palabra, me contó su vida… el tiempo que vivió en Vitoria, los malabares que trata de hacer para poder volver… me voy a casar con una brasileira, me dijo abriendo mucho los ojos, me cobra tres mil por casarse conmigo… cinco minutos después, me estaba contando su historia de amor con un cocinero español de Valladolid que, cuando le llama, llora porque no está cerca de él… yo no sé qué ha visto ese hombre en mí chica, me decía muy serio, pero me adora… sonreí… querer a alguien no siempre tiene una explicación ni un por qué, le contesté… me sonrió… tú crees que me quiere, me dijo él con una sonrisa de oreja a oreja… me sorprendió la pregunta y, en vez de contestarle irónicamente, opté por hablar sin más… si sufre así debe de hacerlo, le dije… lo que no esperaba es que aquélla frase le hiciera tanta ilusión como para que se me abalanzara, asustando al gato, para darme un abrazo y las gracias…


Un poco flipada con el derroche, volví a la habitación… Thais ya estaba despierta y asustada con mi fuga… me reí… creo que tenía miedo de que me hubiera largado a la aventura a descubrir Barquisimeto… vestidas y desayunadas, nos tiramos a la calle para tratar de llegar a pie al conservatorio… el sol calentaba ya como si fuera una estufa y –lo reconozco- empecé a derretirme con cada paso… para cuando lo encontramos, decidimos quedarnos en la puerta esperando a que nuestro maestro de ceremonias –el jefe de mi peculiar tribu- saliera a buscarnos… empezaron a llegar los chicos… esos chicos que no sabían que estábamos en Barquisimeto… los mismos que ponían cara de alucine al vernos, los que nos abrazaban largo… los mismos que tanto deseaba ver… los que, en parte, tanto miedo tenía de volver a encontrar por si nada era como fue… por fin volvía a tener que hacer un esfuerzo terrible para entenderles esa jerga que, aquí, era mucho más acelerada que en España…

Después de comer con ellos en un centro comercial, volvimos al conservatorio… les hacía ilusión que viéramos la clase de los “Compota”, una orquesta formada por niños de tres años en adelante… niños que, sin tener apenas edad de nada, sostenían un violín que chupaban… mocosos que tocaban la trompeta, que respondían a las indicaciones de la profesora… bebés que ya sabían lo que era la disciplina de la música y que, no sólo la acataban, sino que además les gustaba… salimos zumbando de allí para ir a Santa Rosa a la charla que una de las corales del conservatorio iba a impartir en una escuela… en un autobús desvencijado que, calculo, bien podía ser de cuando yo nací… Santa Rosa hasta ese momento era para mí un nombre sin más… uno de tantos de los que he escuchado desde que llegué a este otro lado del mundo… al llegar descubrí que sería, quizás, el lugar de Barquisimeto que más me gustó… el bus cruzó una arcada de entrada y el paisaje cambió completamente… aquello parecía una maqueta… con sus casas bajas pintadas de rosa chicle y de celeste… con la gente sentada en sillas de plástico en las puertas de las casas… una única calle, que tenía que hacer las veces de subida y de bajada, articulaba todo el tráfico… con muchas miradas curiosas ante nuestra presencia…

Caminamos entre casas con jardines que más bien eran secarrales… con ropa tendida… subiendo una cuesta llena de polvo que llevaba a ese colegio que íbamos a visitar… ese colegio era de una única planta, pintado en blanco y azul cyan… con un montón de enanos vestidos de uniforme blanco y azul marino que se movían a nuestro alrededor… que miraban curiosos a los visitantes… que se arremolinaban alrededor de ese coro vestido de verde pistacho y negro… nos miraban curiosos, con sus ojos oscuros o clarísimos… ninguno se atrevía a acercarse a nosotros… sonreían desde la distancia… contaban nuestros pasos… ninguno salvo una niña morena que no paraba de sonreírme… que guardaba una distancia de un metro conmigo pero que me seguía allá donde fuera… con una sonrisa blanca… sincera, enorme… sudaba bajo el infernal calor de aquél colegio en el que las profesoras trataban de organizar a los niños para el evento… sentada en una sillita, sonrió todavía más cuando le hice una foto… déjame verla, me dijo casi con un susurro tímido… miró la foto, me miró a mí… se sonrió vergonzosa… de mayor voy a ser cantante, me dijo muy seria cuando empecé a charlar con ella… qué bonitos son los sueños con cinco años, pensé, cuando el mundo de verdad no existe...

En una de las aulas, el coro calentaba la voz... nos fuimos a verles… y esa pequeña niña desapareció para volver a aparecer al cabo de minutos… me tendía su mano sin parar de sonreírme… cuando la miré, sostenía una bolsa de Pepitos –nuestros ganchitos naranjas de toda la vida- en una mano y apretaba contra sí su monedero… es para ti, me dijo sin parar de sonreír… me derretí, lo reconozco… por esa increíble bondad infantil que vive en esos cuerpos tan pequeños… me la quise comer en ese momento por tanta ternura… acordé con ella comérnosla a medias porque no sabía ni cómo decirle que yo no como de esas cosas… mientras la abría, no le quitaba un ojo al coro… me tendía los snacks naranjas para llenarme una mano… me obligó a comérmelos… me sonreía mientras comía los suyos… no podía parar de mirarla… estaba alucinada con aquéllas voces… a los cinco minutos, el show empezaba y nos tocó sentarnos… rodeadas de niños minúsculos, morenos… de esos que te sonríen con timidez, de los que te miran con un increíble descaro… el coro comenzó a cantar y toda aquélla panda de pequeños seres lo miraba sin perder detalle… coreaban las canciones… aplaudían… durante un ratito, me quedé mirando aquéllas caritas de felicidad con sólo música… miraba a aquéllos niños preguntándome cuántos estudiarían algo más que ese colegio que les protegía del mundo… cuántos de todos ellos lograrían cumplir alguno de sus pequeños sueños…

Con la última canción, tocó empezar a recoger… salí a fumarme un cigarro más allá de las verjas del colegio… y cuando volví, aquélla niña morena que me derritió regalándome una bolsa de ganchitos era un mar de lágrimas… se le escurrían por la cara, se limpiaba con la falda… qué te pasa, le pregunté poniéndome en cuclillas… entre suspiros y más lágrimas me explicó que había perdido su clase de música… que su mamá –la directora del centro escolar- no la había llevado… sonreí… no pasa nada por perder una clase, le dije mientras le secaba las lágrimas… es que hasta la semana que viene no hay ninguna, decía llorando, y es mucho tiempo el que tengo que esperar… me quedé pasmada… para ella era realmente importante ir a su clase de música… ir a tocar las campanas que me contó que tocaba… era tan vital que no podía parar de llorar… cómo te llamas, le pregunté… Lana, me contestó entre mocos y lágrimas… sentí una infinita ternura por esa única niña del planeta que no quería perder su clase… que no podía parar de llorar y secarse con la falda del uniforme… esa misma que me había sonreído tanto… esa que sentía un tremendo disgusto por perder una clase… una niña con una enorme sonrisa y un cuerpo minúsculo a la que una clase de música le alimentaba el alma… cuando me despedí de ella, seguía llorando…

Bajé la cuesta pensando en lo increíble de ese lenguaje invisible... su poder en seres que, como Lana, quieren hablarlo y necesitan de él… lo genial de algo que sólo puede sentirse… que es como creer en dios… o lo sientes, o no… y por algún motivo que no entiendo, en esta ciudad, simplemente se cree...

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