sábado, 20 de febrero de 2010

Un San Jueves...

Tenía ganas de conocerte por lo que nos contaba de ti, me dijo con ese acento peculiar que sé reconocer de procedencia francófona, pero cuando leí tu blog tuve todavía más… reconozco que me quedé sin nada que decir, con esa media sonrisa que te da la satisfacción modesta de sentir que esta sopa da calor más allá de quiénes me conocen… pide unas croquetas, le he dicho a Iñigo para salir del paso de una situación que se me antojaba difícil de lidiar… sigo sin saber cómo afrontar los piropos, me dije a mí misma sumergiendo mis neuronas en otro ron con limón con el que soltarme más todavía la lengua… estábamos en uno de esos bares en los que sólo pararía por equivocación o por casualidad… uno de esos del Madrid de toda la vida en el que vivo y en el que recalé con la intención de tomarme un café y conocerlas… con la firme intención de volver a casa a terminar de hacer cosas… con ese ánimo del jueves chillándome en los cascos del iPhone cuando salí de casa, revolviéndome un saquito de emociones y otro de interrogantes… aterricé para conocer a esas “niñas de veterinaria” que hacen que ese compañero de piso que parece seguir siéndolo vuelva siempre feliz y borracho… borracho después de tantas cañas que no puede enumerarlas… feliz porque esas dos mujeres con las que compartió clase cuando estudiaba le llenan el corazón con una sobredosis de calor que a él le pinta una sonrisa enorme en la cara… ahora que lo pienso, sonrío… no me extraña nada, me digo para mí, yo tampoco las conozco y, sin entenderlo muy bien, quiero volver a verlas pronto…

Me senté delante de un café con leche para contarles la experiencia vital de esta casa que busca soledad sin encontrarla… para escuchar que una caña zozobra nada más llegar, una frase que salió de una niña con cara de muñeca de apenas 24 años… me senté allí para conocer a esas dos chicas que conocía sin hacerlo gracias a las interminables conversaciones con Iñigo… lo hice pensando en estar un rato y, para cuando me quise dar cuenta, había caído la tercera copa… nos contábamos nuestras vidas entre carcajadas… compartiendo a un amigo que parecía espectador silente mientras las tres interactuábamos como si nos conociéramos de toda la vida… sonrío pensándolo… qué curiosa es la química en el ser humano, me digo ahora mirando con perspectiva… la tuve con ellas, quizás por referencias o quizás porque les tenía cariño por defecto… entre música y cachondeos, fui desgranando un poco más de lo que son… de esa crisis vital de los treinta que una de ellas conocía sobradamente, de esa otra personal de estar pillada con un “granjero busca esposa” cualquiera… me reía con ellas, con sus episodios… contándoles las locuras de esta vida mía… coleccionando frases como “mi dignidad está en mis bragas” o “a mí es que me gustan feos”, o intercambiando consejos sobre unas orquídeas que habían decidido no dar más flor… para la tercera copa –en vaso de sidra-, mis tres compañeros de reparto estaban al borde del colapso mientras yo comenzaba a reírme hasta de mi sombra y a hacer que ellos se descojonaran… ponme un plato de ensalada para la niña, le he dicho con mucho cachondeo al camarero, que ha salido a hablar por teléfono y se ha quedado la mujer a dos velas…

Quizás una de las bendiciones del alcohol es, precisamente, que te hace hablar de la vida más allá de lo que puede ser habitual… en cero coma, me vi filosofando sobre la constante batalla que todo ser humano tiene consigo mismo… discutiendo que, más allá de lo que nos envuelve, está lo que somos aunque sólo se nos juzgue muchas veces por un escote, una cara o un culo bien puesto… filosofábamos tratando de encontrarle un sentido a ese “nacemos sólos y morimos sólos” que a la pequeña del grupo le suponía un taladro en las neuronas… me vi abogando por esa libertad que da la soledad… ese estado elegido en el que aprendes a conocerte más, a perdonarte más… a saber vivir con lo que eres más allá de lo que quieras ser… para el siguiente cubata, los colores en los mofletes iban creciendo y las carcajadas eran más que sonoras… un perro con cataratas y corbata –por qué la llevaba, me lo sigo preguntando- era lo más bonito del bar más allá de nosotros cuatro… tres hombres veían el fútbol delante de una copa y estiraban el cuello sin tener que hacer mucho esfuerzo para enterarse de nuestra conversación desde la retaguardia… a ti te hace feliz, me vi preguntándole a esa mujer que al sonreír se le iluminaba la cara de la misma manera que al ponerse seria se envolvía en sombra… me contó la historia de su herida, la de su trampa… la de una que, quizás sin merecerla nadie, la tenía que vivir… vivir, me dije a mí misma sonriéndome de manera clandestina por mi propio álbum de fotos… no se lo has preguntado, le dije mirándola a los ojos mientras ella me miraba como lo hace un niño al que le reprenden… no tengo valor, me contestó… sonreí pensando que, quizás, para kamikaze ya estoy yo y obviamente el resto del mundo prefiere conservar los dientes antes de dejárselos contra el suelo… te da miedo la respuesta, le dije anticipándome a su movimiento de cabeza asintiendo, tanto si es sí como si es no… bendita alma humana, pensé, que teme a las dos caras de una moneda… a que cualquiera de las dos se pose bajo la vista, a tener que enfrentar una situación sea cual sea el resultado… una cara, quizás, cambiaría muchas cosas… la otra, quizás, sería como una puñalada en el corazón… el miedo de saber es el mismo… en un caso, porque supondría cambiar el rumbo de un timón… en el otro, porque obligaría a volver a pegar con SuperGlub los trocitos de ilusión perdida…

Con el siguiente cubata, el bar estaba cerrando… el camarero pasaba la fregona mientras se descojonaba de la risa con la conversación de la mesa y nos decía que no nos preocupáramos, que “la fiesta seguía en privado con el local cerrado al público”… yo es que soy muy bruta, dijo la niña con cara de muñeca… sonreí sintiéndome tremendamente identificada con esa lengua que decide decir sin medir el impacto guardándose la dulzura y el azúcar para otro momento… cuando el alcohol surtía sus efectos nocivos sobre la salud y mis dedos se enredaban con demasiadas teclas, optamos por acompañar a las damiselas a su hogar… caminábamos pasándonos las calles… teniendo que retroceder el camino… en una esquina, una relaciones públicas comenzó a vendernos la moto… dos minis a diez euros, me decía mirándome fijamente, y tú tienes cara de querer… me descojoné de la risa pensando que, como ya he escuchado, tengo todavía más cara de trasto que antes… declinamos su invitación por segunda vez cuando volvimos sobre nuestros pies para coger la calle correcta… me ha encantado conocerte, le dije mientras me despedía de ella dándole mi número de teléfono, estoy a dos calles cuando te apetezca… la pequeña del grupo -a la que agarramos de cada brazo para cruzar la calle ante su negativa de ser pequeña- balbuceaba... cuando la puerta del portal se cerró -lo reconozco-, más allá de los efectos del Brugal sentía muchísimo calor… quizás por una noche espontánea de jueves que se creó alrededor de una mesa, confesiones, calidez y muchas batallitas… quizás porque caminaba del brazo de ese pedacito de República que vuelve a casa cuando puede… en la esquina de Galileo, me contó una de esas perlas que se ha bordado en la solapa en este último tiempo… mirando fijamente lo que llevaba colgado del cuello, le sonreí… le abracé… sintiendo una tremenda emoción por él, sabiendo como sé lo que significa algo así… notando cómo se me llenaban los ojos de lágrimas, de esas que se tienen cuando algo es bonito… cuando sabes lo que significa, lo que genera… lo que despierta… cuando, de alguna manera, compartes su felicidad... su ilusión de vivir empezando de nuevo sin hacerlo...

Lo reconozco… Madrid no fue tan enemiga en esa noche de jueves… no fue tan gigante, ni tan impersonal… ni tan jungla humana en la que perderse para no ser nadie ni conocer a nadie… en esa noche de jueves, Madrid volvió a ser mi casa… mi nido, un refugio para anclar el barco pirata y sentir que no había perdido tanto el rumbo… quizás porque, para mí, Madrid son esas personas que convierten esta ciudad en momentos llenos de magia… en esa colección de historias que tengo por contar y que, quizás, a nadie le interesen pero que a mí me alimentan… no contaba con sacar nada extraordinario de la chistera, pensé cuando me senté a escribir ante la cara atónita de Iñigo tras escucharle decirme "te quiero" mientras subía la escalera para acostarse, y me encontré con un rosario de sonrisas…

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