lunes, 27 de abril de 2009

¿Qué quedó de aquéllos niños que no tenían miedo a volar?


Dedicado a ese "intruso" que se coló en mi vida con tan sólo dos líneas en un post...

Tengo que reconocer que, cuando he leído esta frase, automáticamente he pensado en un amigo de la infancia… en Santi, un vecino de la urbanización y compañero del colegio… ese niño que pasaba de ser mi gran amigo del alma a mi peor enemigo… el que un día se lanzó por las escaleras de casa con una capa de Superman y se rompió la clavícula… recuerdo ir a verle por las tardes… él sostenía, cuando su madre salía de la habitación, que sí había volado… para mí era un héroe… lo había hecho, sí, y el cabestrillo era el símbolo de una gran herida de guerra…

“Que quedó de aquéllos niños que no tenían miedo a volar” apareció en mi blog… como comentario… su remitente, un tal intruso que me ha despistado todo el día con su frase… Peter Pan también volaba hacia ese País de Nunca Jamás… y hacía volar a los niños… me doy cuenta, al ser pequeños todos queríamos saber lo que era volar… y lo mejor de todo es que, en medio de esa inocencia maravillosa, creíamos que algún día lo lograríamos… no teníamos miedo de intentarlo, de subirnos cada vez un escalón más arriba… tratar de sentir la ingravidez bajo los pies… sin tener miedo a caerte, a hacerte “una pupa”… porque sabías que, agua oxigenada y mercromina después, estarías saltando de nuevo… daba igual llevar las rodillas desolladas… o las espinillas llenas de patadas de jugar al fútbol… daba lo mismo, las cosas no dolían tanto… eran, simplemente, pasajeras… hasta romperte algo tenía su caché… el tiempo que llevabas el yeso, tú elegías quién te firmaba o no… eras como un pequeño dios entre todos los mortales…

Me senté en el sofá a ver el cielo de una tarde de abril en Madrid… esa inocencia era lo que nos hacía pensar que, cada día, el sol siempre salía después de comer… yo estaba convencida, para mí era una teoría tan absoluta como la gravedad… la inocencia de arreglar un enfado con tu amiga del alma con llorar y que ella llorara… vernos así, simplemente, nos hacía firmar la paz… esa inocencia nos permitía simplificar las cosas… hacerlas menos trágicas… sí, quizás más inconscientes… pero tan, tan auténticas…me di cuenta de que la edad, el paso de los años, transforma nuestros sueños… esos que nos parecían maravillosos y perfectamente viables… yo tenía un amigo que, durante años de su infancia, sostuvo que quería ser pastor… se lo imaginó, lo vivió… dentro de su mente de 7 años… dejó de ser niño el día que pensó que ser pastor no era una buena idea… y, sin embargo, fue algo que durante muchos años le hizo feliz…

Con casi treinta, recordé las tardes de verano… cuando, después de un año de cole, pasábamos meses juntos… una de esas noches de verano, un gran amigo –consideremos el término “gran” en el contexto de los doce años- me dijo que yo le gustaba… sentados en el borde de la piscina… con los pies dentro del agua… el resto jugaba al ping-pong… recuerdo todavía la naturalidad con la que me lo dijo… la manera tan sencilla de escuchárselo decir… a día de hoy, lo pienso, y me sorprende cómo con el paso de los años hemos ido construyendo murallas… a los doce, la vida era tan sencilla como sentir y decirlo… sin ocultarte, sin esconderte… daba igual el resultado… no había miedo al rechazo… tan sólo una media sonrisa de vergüenza… y, acto seguido, un partido de fútbol con sólo dos jugadores… todo se arreglaba igual… me reí de las estrategias que crees has de seguir del manual cuando vas cumpliendo años…

No teníamos miedo a nada, salvo a las notas por si en casa te iban a caer más cuadernillos Santillana de la cuenta en verano… no temíamos lo que pasaba mucho más allá de nuestro entorno… no procesábamos dolor… no amontonábamos heriditas… éramos niños… íbamos al cole, hacíamos deberes… y jugábamos… al fútbol, a la comba… a las casitas… a los médicos… jugábamos a vivir de verdad… con una intensidad absoluta… en un mundo mágico en el que todo era de colores… cada noche del 5 de enero, los Reyes te ponían a prueba… y deseabas que se te cayera el diente para que el Ratoncito Pérez te dejara una moneda de 200 pesetas y unas gomas del pelo de Hello Kitty bajo la almohada… vivíamos de ilusiones, de fantasías… del sueño de querer volar… del sueño de que otros volaban…

Quizás deberíamos dejar más a menudo que nuestra alma de niño nos permita no sentir miedo… que nos posea… se apodere de nosotros y nos aleje de la realidad que te da el paso de los años… tan sólo, volar… sintiendo la ingravidez pese a tener los pies pegados al suelo… sin calcular las consecuencias del salto… tan sólo, como cuando éramos pequeños, pensando a ojo la distancia desde el tercer escalón al suelo… sin temer caerte de rodillas… sin temer hacerte daño…


Creo que no hay mejor canción...

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