viernes, 10 de abril de 2009

Un atardecer con una amiga

Apareció en casa… su madre me lo había advertido… marcha mañana, me dijo con ese familiar acento suyo… al abrir la cancela, me di cuenta… pasan los años, y ella sigue igual… igual de bonita, con esa misma cara de niña… niña, pienso irónicamente para mis adentros, niña cuando hace tantos años ya que es madre… si me paro a pensarlo, puedo acordarme de cómo éramos… esos veranos… esos cigarros a solas en las fiestas… tantas confesiones, tantos momentos… la abracé… no sé explicar lo mucho que me gusta verla… quizás porque, pese a todo, el paso de los años no nos ha distanciado… aunque no hablemos casi nunca, aunque no sepamos la una de la otra… da igual… volver a vernos siempre nos hace ilusión a las dos… tener nuestro rato para nosotras… charlar… sin niños, sin nadie… sólo como cuando teníamos 16 años pero sea dentro del cuerpo de una mujer de 30…

El bar de Álvaro estaba hasta la bandera… comenzó a llegar gente conocida, comenzamos a saludar… después de un café amenizado por ese gremio peculiar que son las madres de niños pequeños, nos vamos a dar un paseo… caminamos agarradas del brazo, hablando de la obra de su casa… esa en la que estuve hace años, cuando la vida era de otra manera… en una fiesta a la que siempre me invita, en la que acabamos charlando sentadas en un portal mientras los demás estaban de copas y a la cual yo fui de empalmada… hablamos de sus próximas vacaciones en Cádiz… estaba atardeciendo ya… llegamos al Puente Grande –para los foráneos, de grande no tiene nada… pero es la entrada del pueblo y supongo que había que ponerle un nombre espectacular… es como tener un chihuahua y llamarle Rambo… quieras que no, impresiona aunque apenas pese gramos-… giramos a la izquierda, seguíamos hablando sin parar… yo acelerada como siempre… ella con esa voz tan dulce y con su acento… yo había logrado sobrepasar mi particular barrera de “aterrizar en el pueblo”… sí, es un límite peculiar que siempre supero con ella… el de un oído poco entrenado, demasiado acostumbrado quizás al acento madrileño… tras quince minutos, era capaz de entender todas las palabras en bable que salían de su boca… todas… me gusta cómo habla, pensé, siempre lo ha hecho igual…

De golpe, con esa misma tranquilidad con la que habla, hizo la pregunta precisa… la que dejaba a un lado completamente las cosas de la vida y sólo se centraba en mi pequeño lugar en el mundo… la escuché salir de su boca, con una cierta reserva… abrió la caja de mis truenos… le descubrí mi viaje a Colombia, le conté la extraña sensación de hastío… le hablé de todas esos pájaros negros que parecen haberse marchado ya… caminábamos, ella escuchaba… mientras hablaba me daba cuenta de que me estaba emocionando… es curioso, pensé, he dicho esto mismo tantas veces sin emocionarme… pero en gran medida supe en ese momento que nadie cómo ella me entendía… somos de primeros hombres, de segundas oportunidades… creímos en su día y descubrimos que la vida a veces te da un vuelco…

Cuando estábamos entrando en el pueblo de nuevo, yo abrí su caja de los truenos con otra pregunta… me sorprendió esa realidad que me contaba… eso callado que, pese a no ser nada, para ella era todo… sentir la jodida sensación de la mentira en la boca del estómago… me reí para mí, nos parecíamos demasiado… nos sentamos en un pilón… curioso, pensé, nos hemos sentado tantas veces en ese mismo lugar a charlar… cuando éramos pequeñas… mientras esperábamos una noche de Santiago a quien tardaría años en llegar… cada vez que necesitábamos hablar de algo que nos dolía… las dos lo recordamos… y sentadas donde lo habíamos hecho toda la vida, me contó sus miedos… los conocía, yo también los sentí una vez… estaba desconcertada con su realidad… sé qué es sentirse así… y sé lo jodido que es, precisamente, sentirse así… a veces te das cuenta, me dijo, de que la vida no es tan bonita… pensé en esa maravillosa inocencia que se había quebrado… en esa que nos hacía a las dos estar tan unidas… se nos rompió, pensé… pero seguimos sentadas aquí… como siempre…

Nos subimos al coche juntas… qué de tiempo, pensé… seguíamos hablando… sin parar… como hacía mucho tiempo que no teníamos la oportunidad… hablando de niños, de su vida… todavía hoy la miro y me parece increíble pensar que es madre… mujer de alguien… con su cara de niña, con su cara de siempre… el mismo alma… esa pizca de ingenuidad rota con los años… con esa increíble capacidad de darte calor con sólo una sonrisa… me hace gracia pensar que, a nuestros 17 años, siempre pensamos en tatuarnos una luna… y recuerdo que, el día que me la tatué en el tobillo, me acordé de ella… de esa amiga que vivía lejos, de la que apenas sabía… a la que la suerte cambió de pronto con un golpe que, hoy, es una preciosa vida… esa amiga con la que, cuando estaba en la Universidad, todavía me escribía cartas de papel que eran como diarios… recuerdo perfectamente su caligrafía… cómo me contaba sus cosas… era como escucharla hablar… una tremenda luna llena estaba en el cielo, ambas la miramos… hablamos de lo bonita que estaba… no hemos cambiado tanto, pensé… seguimos mirando al cielo como si fuéramos niñas aunque la vida nos recuerde, herida tras herida, que ya hemos crecido…

Hoy, cuando la he acompañado esta noche a su casa y le he dicho hasta mañana, he vuelto a recordar lo peculiar de la pieza que ella y su mundo ocupan en el puzzle de mi vida… de cuánto me gusta estar con ella… sin necesidad de hacer nada… tan sólo, compartiendo tiempo juntas… y, en esta madrugada, veo inviable sentarme a describir con palabras lo que siento cuando logramos tener estos ratos… supongo que, simplemente, la adoro… siempre lo he hecho, por algún curioso motivo… sin necesidad de decírselo, sin necesidad de hablar… a veces, los silencios encierran verdades mucho más auténticas que el ruido… y, entre nosotras, simplemente sobran todas esas palabras…

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